ISLARIO

Las máscaras del escriba
Escrito por: Adrián Javier (lapalabra.encinta@gmail.com)
Con la escritura, simplemente, uno lo que hace es “acercarse”. Tener una idea de lo breve en el descalabro del amor. Imaginar un detalle inolvidable en la premura de la plenitud. Domar la fiera que ruge al interior de las cosas y las ánimas (al interior de las ánimas de las cosas). Rozar el filo de la perplejidad, la hecatombe y el asombro. Medir la distancia que media entre la nostalgia, la melancolía y la memoria, y así.
Para lograr esto, uno lo que hace es servirse de la palabra -que ciega, que arropa, que murmura-, que no es otra cosa si no, la herramienta más eficaz con la que solemos defendernos del olvido, o del incandescente fantasma de la incertidumbre, teniendo como infatigable y fiel escudero, al escurridizo corazón de una página en blanco.
Pero lo realmente importante es la pasión con la que uno emprende el viaje.
Para abordar el velero convocado por la pasión para volverse belleza, siempre es necesario que haya fiebre y melodía en el camino. Pasos de fe alrededor del vacío. Suspiros moribundos sobre el fuego. Coraje y temblor mediando en medio de la tempestad.
Es decir, tras cada sílaba en arrojo, una utopía vindicante. Bajo cada frase reveladora, un estallido expansivo. Y como destello de cada párrafo, vocal, verbo conjugado y letra insatisfecha, un rayo demoledor, transparente y proclamante. Un vivísimo e insondable océano de espejos y signos encantados, drenado por la insoslayable gravedad de nuestro yo tremebundo. Capaz de mostrar de día las llagas anochecidas de su espíritu herido en la refriega. Esto es, que siendo la verdad primera, emergida como combatiente irrefrenable en la guerra de las formas, la escritura ha de estar provista de aquellos aguerridos elementos que signaron nuestra humanidad desde la infancia.
A este escenario de revelaciones inútiles, marcado por la soberbia, el desamparo y el ambulante sopor interior de un demacrado actor inconforme, es a lo que los críticos llaman “conciencia de oficio”. Pero la libertad: esa desidia fabulosa con la que nos abruma en sus albores el Siglo XXI…
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El diario intento de describir mundos en brumas y territorios interiores sin espacios, se debe sólo a la necedad de un despropósito. Ante lo pusilánime de su ser de extremos y consecuencias, el hombre se permite el lujo de creerse vacío justificado, ante el ardor de su imposible.

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